En asuntos de felicidad
La felicidad no es una meta; es un estado de satisfacción. No puede ir al plan de trabajo, ni alcanzarse por imposiciones. No es feliz el que más tenga, sino el que disfrute lo que posee, aunque siempre sea inconmensurablemente menos que los demás.
Para ser feliz no basta tener dinero. Ni otras riquezas. No son necesarios un auto y una buena casa. La muestra es que el pobre cifra sus esperanzas de ser feliz para cuando tenga dinero, pero ¿y el rico que lo tiene, pero no es feliz, cómo lo resolverá?
La salud sí es necesaria, y ese es el punto de partida hacia la felicidad; la deben acompañar un respeto hacia los ajeno y a uno mismo, una permanente sonrisa y el espíritu solidario sincero, no el aparente.
La felicidad no se encuentra en los lugares a donde vamos: siempre la llevamos dentro. Quiere decir que puede estar en el desierto o en las grandes ciudades; en el barrio pobre o en la cima de la montaña; a orillas del mar o en la selva agreste.
Hay personas que viven rodeados de comodidades, pero no son felices, les falta corazón, ese órgano que fisiológicamente bombea sangre, pero espiritualmente nos hace amar a los demás, respetar los sentimientos contrarios y nos hace soberanos para decidir en que jardín encontrar rosas.
También les puede faltar cerebro para las decisiones atinadas, para respetar ideas ajenas, para aceptar las opiniones de los demás, aunque le parezcan inverosímiles, para poder discernir sin envidia y pensar con claridad.
Por eso debemos pensar que hoy será siempre el día más bello; que lo más fácil en la vida es equivocarse y que nuestro mayor obstáculo es el miedo. No debemos olvidar que el peor de todos los males es el egoísmo y que la distracción mayor es el trabajo.
Para se felices debemos tener presente ser útiles a los demás, relegar el mal humor y repletarnos de optimismo para obtener la necesaria paz interior. El problema está en que si no sacamos al mentiroso que como humanos podemos llevar dentro y extirpamos el rencor, difícilmente alcanzaremos a ser felices.
Y cuando afirmo esto último es porque la convivencia me ha demostrado que estamos rodeados de un mar de ellos, que tienen una extraordinaria capacidad para el engaño y viven con las citas de clásicos en los labios, cuando apenas conocen las obras.
En los estudios se considera que la forma más rápida de llegar es la recta y en la vida la vía expedita es el camino correcto, porque a ambos lados vamos sembrando amor, tranquilidad, confianza, esperanzas. A la par que vamos desbrozando los marabuzales de la incompetencia.
La meditación es necesaria, no se puede ir por la vida arremetiendo contra todos y viendo manchas negras en los soles que nos rodean, criticando lo que no nos resulta conveniente y mientras, no aportamos a las soluciones que es lo más saludable.
No se trata de frases hechas ni palabras huecas, si las razonamos y más que eso, si profundizamos en su contenido en la práctica diaria, veremos que la felicidad puede ir junto a nosotros si nos lo proponemos.
Es necesario despertar al Pequeño Príncipe que llevamos dentro, sí el mismo que está en el libro de cuentos, y que nos aporta más enseñanzas que los años vividos, porque es la sabiduría acumulada de la sociedad.
La felicidad no es tratar de alcanzar a cualquier precio lo que nos falta, sino de disfrutar con intensidad lo que tenemos.
Recién encontré un pensamiento, no sé de quien es, que merece cerrar este trabajo: “Una persona feliz no es alguien que se halla en una determinada serie de circunstancias, sino mas bien alguien que adopta una determinada serie de actitudes”.
No hay fuerza en el mundo, por poderosa que sea, que nos haga cambiar una opinión, si la consideramos justa; nadie tiene que pensar por nosotros, cada cual tiene su cuota de inteligencia para defender una causa noble; la violencia puede destruir lo físico, pero no puede borrar el sentimiento, ese perdura, cae y resucita, hay que respetar las armas que cada uno decida en el combate, no somos omnipotentes, quizás la rosa haga más daño que el sable.
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