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Matahambre: weblog de Ramón Brizuela Roque

En épocas de la bigornia

Con esta canícula juliana como si fuera en agosto, no solo necesitamos refrescos para el estómago, sino también para la mente y en semana de carnavales, cuando el ajetreo laboral se afloja, nada mejor que retrotraernos en el tiempo, a la época en que la autosuficiencia era buena.

No la autosuficiencia petulante de los que creen saberlo todo, sino de la autosuficiencia criolla, en que el padre de familia bigornia en mano reparaba los zapatos de su prole, mientras la vieja –fuera mamá o abuela- vestía para el domingo a todas sus muchachitas de guinga o crepé corrugado.

Con una bigornia, artefacto de rara forma y extraordinaria simpleza permitía clavar el duro cuero de los zapatos verano tras verano, mientras la lezna – con su inseparable agujeta y la bola de cera- permitían reponer las suelas desprendidas de las chancletas femeninas.

Hoy todo se compra en la tienda, todo está hecho, ya nadie se acuerda que en los campos pinareños hasta la bebida de guayabita se fabricaba en las casas para tener la de fin de año o la de algún alumbramiento, porque no podía falta ni esta ni la comadrona.

El guajiro era más autosuficiente que la gente del pueblo, él con su azuela y hierros artesanales fabricaba el platero, palanganero y otros eros más cuando se acercaba la época del apareamiento conyugal y faltaban los pesos para  los enseres de la casa.

Una casa de gente “acomodada” ufff tenía mucho más, había vitrina, fiambrera (refugio de los queques y el pan envejecido); en los cuartos la coqueta, mientras en la sala reinaban el radio de piedra de galena y la lámpara Coleman de brillante luz, muy superiores a las tímidas chismosas, las cuales además de alumbrar ennegrecían los huecos de la nariz.

En algunos la pobreza no daba para la piedra de filtrar y la tinaja – en sus diccionarios no existía el vocabulario refrigerador- y en su lugar  un buen porrón de barro rojo atesoraba el agua cristalina y fresca.

Los postres no eran golosinas, pero eran suculentos: la malarrabia, el boniatillo y la alegría de coco (para los muchachos mojón de negro y no constituía mala palabra).

Era la época en que los guateques no se suspendían por falta de audio, sencillamente no existían, y los niños cantaban canciones para niños y tampoco jugaban con ordenadores a matarse, con el juego de muñecas de trapo aprendían a amarse.

 

Eran los tiempos de la moral y cívica  en la escuela, donde esa asignatura se estudiaba con la misma vehemencia  que la aritmética y el español; cuando llegaba un visitante, con solo olerlo en la distancia todos saltaban de sus pupitres y se alzaban de pie como clavos, cuando les enseñan el imán.

Todas las mujeres eran señoras y los hombres señores, tales títulos no los daba el dinero, sino el honor. Se podía ser un señor comerciante como un sencillo señor vendedor de carbón.

A veces una familia se acostaba sin comer plato fuerte, como decimos ahora, porque el nido de seis huevos era del vecino y eso se respetaba tanto como a las vacas en la India.

No todo está perdido, los caminos están marcados, los propósitos establecidos, solo debemos sacudirnos el polvo que las adversidades echaron sobre nosotros en un mal momento llamado especial y seguir la obra de un sabio, aún entre nosotros, que después de medio siglo encendiéndonos luz en las tinieblas nos ayuda a abrirnos paso.

 

 

 

 

 

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